Una pícara para nuestro tiempo
Sobre "Los sueños asequibles de Josefina Jarama", de Manuel Guedán
Manuel Guedán, Los sueños asequibles de Josefina Jarama, Alfaguara, 2022
Crear un personaje memorable es quizá el mayor reto para un novelista. En la narrativa española reciente encontramos a muy buenos prosistas, de los que dominan la técnica y saben hacer filigranas con el estilo, y a menudo tienen una sólida formación intelectual que se refleja en sus temas. Con esa base escriben novelas capaces de captar el interés del lector y arrastrarlo por sus páginas, que no es poco. Ahora bien, cuando, pasados unos meses, se echa la vista atrás para recordar esa lectura, ¿cuántos lectores serían capaces de recordar el nombre de su protagonista, por no hablar ya de algún secundario? Y, sin embargo, al evocar los libros que nos convirtieron en lectores ávidos, el desfile de héroes y antihéroes emblemáticos surge sin esfuerzo. No es que esto sea un problema per se: se puede escribir una gran obra sin que sea una «novela de personajes»; pero una tiene más afinidad por la narración más que por los experimentos, y un elenco bien llevado es fundamental para vertebrar una historia viva, con «alma».
Este es uno de los motivos por lo que celebrar la aparición de un libro como Los sueños asequibles de Josefina Jarama (2022), que casi se puede considerar el debut narrativo del editor y ensayista Manuel Guedán (Madrid, 1985), aunque tenga una novela previa publicada con un pequeño sello (Los favores, Ediciones La Palma, 2016). El nombre de la mujer que la protagoniza no se olvida con facilidad, y no solo porque forme parte del título. Josefina Jarama crece en una localidad alicantina en la segunda mitad del siglo XX y su entrada al mundo adulto da pie a una sucesión de periplos que configuran una aguda radiografía social de una España que soñó en grande y se convirtió en caldo de cultivo para los problemas que han venido después. El autor bebe de dos fuentes para crearla: una, la tradición picaresca, baluarte de nuestras letras, que en sus manos se renueva sin perder su vocación de sátira; y dos, las tendencias que marcaron cada década, integradas en su día a día, que le dan la «especificidad» de su época, impulsan la acción hacia delante y determinan su evolución a lo largo de la novela.
Josefina narra sus andanzas en una primera persona arrolladora desde la primera frase («¡Qué pocas veces he tenido la razón!»), con la perspectiva de quien, en la madurez, recuerda su vida, más que con nostalgia, con una tranquila resignación que le permite reírse de sí misma. El punto de quiebre en su juventud fue otro motivo clásico bien empleado: la ruptura familiar. En concreto, la herida materna que la marca. Esto, junto el empeño por salir de la vida provinciana (eran tiempos de crecimiento económico, de auge de unos nuevos valores en los que la utopía de que cada cual podía labrarse un futuro de éxito iba calando), llevan a Josefina a alejarse de la dinámica hogareña para hacer lo que hicieron y hacen tantos españoles: trabajar. A lo largo de las páginas se desempeña en diferentes puestos que, además de plasmar la explotación de la clase subordinada bajo un humor grotesco («Aquí los aciertos no serán tuyos, solo los fallos», p. 51), son una representación inteligente de las dinámicas de este cuarto de siglo
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El primer empleo de Josefina es en una fábrica de muñecas, cuando las Nancy endulzaban tantas infancias; nada mejor que esa suerte de factoría de sueños (de plástico) para ilustrar las contradicciones entre las aspiraciones y la realidad («no sé cuánto tiempo más se van a seguir fabricando juguetes en un mundo que ya no tiene sueños», p. 62). En las sucesivas etapas (porque, como ella misma admite, se ha equivocado, ha fracaso, ha tenido que hacer borrón y cuenta nueva), Josefina conoce de primera mano la ruta del bakalao («La primera película de zombis que vi en mi vida no era una película, sucedía cada noche, en los alrededores de Valencia», p. 75); trabaja como auxiliar de dirección en un banco («éramos un negocio de barrio. ¿Y qué vendíamos? La posibilidad de cumplir sueños», p. 139), donde se cuecen las astucias que explotarían más adelante; y, por último, en una pizzería, emblema de la globalización y el consumismo que se expanden. Al recrear el pasado, pero todavía un pasado muy vivo, desde el siglo XXI, el autor lo hace con la mirada crítica de lo que hemos aprendido como sociedad. En este sentido, se puede decir que la novela dialoga con esa reflexión sobre el legado que nos hacemos hoy.
Y, en medio de las cuitas laborales, la vida: la Transición, con su esperanza de apertura; los Juegos Olímpicos y su impacto en España y en el mundo; la ilusión amorosa y las innumerables decepciones. Todo ello, sin olvidar esa herida materna, tan bien cerrada. Josefina, más que una pícara redomada, es una eterna aprendiz, porque mete la pata, aprende a trompicones; el triunfo no espera a los bienintencionados. No importa: ella lo intenta, lo vuelve a intentar una y otra vez. Esa actitud despierta la empatía del lector; al fin y al cabo, todos llevamos a una Josefina dentro, seguimos adelante pese a haber perdido la candidez, somos los particulares antihéroes de nuestra vida. ¿El acierto? Una protagonista ni santurrona ni demasiado lista, lo bastante espabilada como para no caer en el aturdimiento pero sin perder nunca del todo la sencillez, la bondad, el corazón (la humanidad, podríamos decir). Tampoco se erige en una hacedora de discursos, esto es, no entra en política, no pretende cambiar el mundo, no se da aires. Mantiene los pies en el suelo, aunque la mente vague por las nubes de tanto en tanto.
Y el humor, claro. La novela se disfruta por cómo está contada, por su chispa, por las incontables perlas que va soltando a lo largo del relato. Hay mucha gente que escribe bien, pero pocos tienen el don de escribir, además, con gracia, con socarronería. Entre las nuevas generaciones, pienso en Alba Carballal o en María Sirvent, que también lo emplean, cada una a su manera, para revestir la denuncia social de caricatura mordaz. Nadie diría que Los sueños asequibles de Josefina Jarama es la obra de un narrador poco experimentado: se le nota el oficio, también en la definición de una estructura con cuatro partes bien delimitadas, todo el armazón funciona. Incluso el título es acertado: la palabra «sueños», tan recurrente; ese «asequibles» que apela a lo monetario, lo mundano de las peripecias de la protagonista; y su nombre, bien castizo, con ese toque cómico. En suma: un descubrimiento. Dentro de unos años se seguirá leyendo y aplaudiendo esta novela. Y, con ella, muchas más de Manuel Guedán, esperemos.
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