En una entrevista de 1981, le preguntaron a Carmen Martín Gaite por el crecimiento que había experimentado el mercado editorial: se vendían más libros, lo que en principio se celebraba como un indicativo del mayor acceso a la cultura y el aumento del interés por esta. Ella, sin embargo, se mostró escéptica: sí, tal vez había más lectores y se leía más, pero cuestionaba que se leyera con la misma atención. Corrían tiempos de televisión, consumismo, comunicación de masas. En otras palabras: más alternativas de ocio, nuevas formas de concebir el hecho cultural.
La generación de Martín Gaite no tenía tantas distracciones. Los jóvenes intelectuales de su época se reunían en un café para mantener su particular tertulia literaria. No eran simples presentaciones de libros, sino que conversaban, discutían, se intercambiaban recomendaciones. Esta actividad, esta indagación en la lectura en un ambiente culto, sosegado y sin prisa, corría el riesgo de perderse. Tanto por las opciones de diversión como porque, al publicarse más títulos, la atención se dispersaba: ni todos leían lo mismo, ni la recepción crítica y social de cada obra era igual de fructífera.
Hoy, sus temores sobre la pequeña pantalla se han quedado pequeños, valga la redundancia, ante las (todavía más pequeñas) pantallas del siglo XXI. El entretenimiento televisivo de los ochenta resulta minúsculo al lado de la oferta interminable y en renovación constante actual. Se ha perdido capacidad de concentración, en las dinámicas de lectoescritura prima la fragmentación, la brevedad, la idea rápida y el efectismo por encima de una profundización en la materia.
También el sector del libro ha cambiado: más concentración editorial que nunca, con dos grandes grupos (en España) que aglutinan el grueso del mercado, al tiempo que conviven con una profusión de sellos independientes, en ocasiones unipersonales. Oferta rica y diversa, aunque el foco se pone tanto en unos pocos que, en ocasiones, puede no parecerlo. Los medios tradicionales han perdido influencia, los sistemas de prescripción literaria también tienden a la multiplicidad, lo veloz, lo ligero. Cualquier lector puede tener un altavoz en la red, con todo lo bueno y lo malo que esto entraña.
En cualquier caso, lo interesante del análisis de Martín Gaite es que no se suma a la fiesta de las estadísticas e introduce un parámetro con el que valorar la calidad del músculo lector de la sociedad: la atención, que además relaciona con el debate, la capacidad de exprimir el jugo del libro en lugar de dejarlos desfilar por la sección de novedades cual paquete de harina por la cinta transportadora. En realidad, no debería sorprender que una escritora señale las grietas: la voluntad del creador es (era, debería ser) tratar de mirar distinto, detectar lo que otros no ven, o que sí ven pero no pueden nombrar, no conformarse con la superficie; una tarea que, a su vez, requiere atención.
Y tiempo. Tiempo lento. Para leer, para paladear y para digerir. Para, si se tercia, escribir sobre ello, establecer un diálogo con otros lectores. Porque oferta, oferta de calidad, no falta: las nuevas voces conviven con la recuperación de autores olvidados, los géneros se han dignificado y en las librerías hay libros para todos los gustos. No carecemos tampoco de espacios donde conversar: además de los clubes de lectura, maravillosos reductos de aire añejo, está la red. Capacidad de análisis y recursos de acceso a la cultura tampoco faltan; o, al menos, no le faltan a quien pone interés.
La lectura siempre ha sido una afición minoritaria. De resistencia, dicen algunos. Sea como sea, se sigue leyendo, se sigue escribiendo. Y aún quedan nostálgicos de la vida analógica que tratan de trasladar al mundo virtual algo de aquel espíritu de coloquio. Esta newsletter quiere ser algo así: un rincón para reflexionar, para seguir rumiando sobre libros y literatura, sobre cultura y sociedad. A veces de actualidad y a veces rescatando obras que todavía tienen mucho que decir. Porque, al final, la lectura va de eso, de la relación única que entabla con cada lector. Y escribir sobre lo leído amplía su alcance, enriquece, con suerte, a otros.
Eso pretende ser Nulla dies sine linea: un espacio de calma, reflexión y libros, muchos libros. El café aún está en obras, pero la puerta ya se ha abierto. ¿Entras?