«Mi mejor Sant Jordi está por llegar», me digo de un tiempo a esta parte cuando se acerca esta fecha, más por el deseo de vivirlo desde el otro lado que por un optimismo natural. No es cierto, sin embargo. Mi mejor Sant Jordi ya lo viví, y ni siquiera tiene sentido hablar de «superarlo», porque fue un momento tan especial que no se presta a comparaciones. Tan especial, tan inesperado, que en aquel entonces no era consciente de que lo estaba viviendo. Es de esas situaciones que uno solo valora como es debido con el paso de los años. Suele ocurrir. Cada 23 de abril puedo sumar experiencias memorables a la colección, que se intensificarán (confío) cuando me convierta en autora y conozca la otra cara de este día; ahora bien, aquella seguirá siendo la más extraordinaria de todas. Sin ninguna duda.
Y hoy me apetece compartirla.
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Tenía quince años y la profesora de castellano pidió voluntarios para una actividad: iríamos a leer poesía a los ancianos del pueblo. En concreto, nuestro itinerario constaría de tres paradas: el centro de día, una residencia y el centro cívico para jubilados. A mí me tocó un poema de Antonio Machado, el de «Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, / y un huerto claro donde madura el limonero».
(Una muy buena profesora, por cierto, la misma que dejaba caer recomendaciones de libros que yo anotaba en los márgenes del cuaderno y luego devoraba en verano; así descubrí La casa de los espíritus, Seda y La joven de la perla, entre otros. Ah, y por si alguien se escandaliza porque una profesora de castellano recomiende estos títulos en lugar de, en fin, grandes clásicos sesudos, baste decir que a esa edad y en esa época, fueron descubrimientos fundamentales para mí que, a excepción del de Isabel Allende, dudo que hubiera llegado a conocer por otra fuente.)
En el centro de día, nos esperaban tres filas de ancianas y algún anciano en diferentes grados de decrepitud, acompañados de unas solícitas auxiliares. Los estudiantes nos colocamos formando una hilera, al fondo del lado de la sala que habían improvisado como escenario. Cuando nos tocaba el turno, nos adelantábamos y en primer lugar anunciábamos de quién era el poema que íbamos a leer.
En la segunda fila había una señora en silla de ruedas, enferma de Alzhéimer, que de tanto en tanto murmuraba una especie de «tacatacatacatá» mientras leíamos. Su voz tapaba los versos y nosotros nos mirábamos incómodos. La mujer tan pronto callaba como lo repetía durante casi toda una lectura. Una de las trabajadoras dijo, tal vez para aliviarnos, que lo hacía cuando le gustaba el poema. Con mi Machado lo hizo un poco.
(Luego supe que esa anciana era la madre de una compañera de trabajo de mi madre, de quien ya había oído hablar muchas veces, aunque ni la explicación más pormenorizada de una enfermedad y su declive logran dar una idea de cómo es su realidad.)
Después de la lectura, unas señoras muy briosas nos sirvieron un tentempié, con un bizcocho que había preparado alguna de ellas para la ocasión. Se las veía tan animadas, tan contentas de sentirse útiles… Recuerdo a una con gafas y pelo corto, que me pareció tan sana y vivaracha como mi abuela. Aquella mujer no solo sonreía con la boca; sonreía con los ojos. Nos sonreía, aunque nosotros apenas respondiéramos con la torpeza del adolescente que se siente fuera de lugar.
Antes de marcharnos, nos regalaron una rosa de papel que habían confeccionado allí. ¡Con cuánta dedicación prepararon nuestra visita, con cuánta ilusión nos recibieron! Y solo éramos unos jóvenes cualesquiera, que leían unos poemas que no habíamos escrito nosotros y que ni siquiera habíamos memorizado.
De aquel grupo del centro de día ya no debe de quedar nadie; pero todavía conservo la rosa. La tengo en un jarrón blanco y estrecho, en el estante, delante de los libros (cómo no). Supongo que también es la más especial que me han regalado nunca.
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La anciana que más nos impactó fue la del centro de día con su «tacatacatacatá», pero la residencia me pareció el lugar más lúgubre. Se encontraba justo al lado de mi casa; yo estaba familiarizada con su amplio patio, donde organizaban fiestas en las que sonaba música de cuando salían a bailar y desde donde, a veces, algunos señores tomaban el sol y saludaban a los transeúntes.
El interior, en comparación, resultaba pequeño y tirando a oscuro. Nuestro público nos esperaba en una sala cuadrada, más bien pequeña, repartidos entre sillas y sofás; allí no habían organizado nada para la visita. Eran pocos, y más de uno parecía adormilado, como ajeno a todo. Llamaba la atención un interno más joven, no tendría más de cincuenta años, un hombre al que «le había dado un algo» y se había quedado así. Así, con el aspecto de tener la mente de un niño. Una de mis compañeras lo conocía, y se pasó toda la sesión acuclillada a su lado, cogiéndole la mano, haciéndole carantoñas, entreteniéndole mientras leíamos. Esa compañera era, digamos, una macarra (una gamberra, una malota, una chula, una montapollos). Una alumna problemática, faltona con los profesores y abusiva con sus pares. A más de uno nos tenía acobardados, porque además era volátil, nunca sabías si tendría un día bueno o si ese día la iba a tomar contigo. No obstante, con esa capacidad que tienen los que funcionan por arrebatos de dar tan pronto lo mejor como lo peor de sí mismos, esa mañana tuvo una actuación que valía más que todos mis sobresalientes juntos. Cuánto admiré su tenacidad para saber estar en esa situación, para saber cómo dar cariño, sin que nadie se lo pidiera y sin avergonzarse por darlo.
Cuánto me queda por aprender, aún, siempre, de quienes saben estar al lado del débil con algo más que los principios.
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El centro cívico fue una fiesta. Entendí por qué era la última estación: un grupo de jubilados dinámico, de mujeres maquilladas y hombres que venían de jugar a la petanca, arriba y abajo, movimiento improvisado de sillas y mesas para sentarse y hacernos hueco. Allí no éramos la atracción a domicilio que se iban a tener que tragar sí o sí; allí eran ellos quienes acudían a propósito para escucharnos. Aquellos ancianos (cuesta llamarlos «ancianos»: quizá no eran más jóvenes que los anteriores, pero desde luego lo estaban) no eran espectadores pasivos, sino que marcaban la sesión. Nos pidieron que, antes de leer, nos presentáramos, y no se referían a nuestro nombre. Querían saber «de quién éramos».
Llegó mi turno. Mi nombre y apellido no provocaron reacción alguna. Ya lo sabía. Confiada, indiqué los nombres de mis abuelos y la casa donde habían vivido (tenía su singularidad, podría decirse). Gestos de asentimiento, sonrisas, algún que otro «Ah, sí». Y, lejos de ponerme nerviosa, saberme identificada me dio seguridad. Me producía una especie de satisfacción, como si, al formar parte de un árbol bien asentado, no pudiera quedarme descolgada.
Por aquel entonces comía en casa de mi abuela. Cuando llegué ese mediodía, no mucho más tarde de esa última lectura, mi abuela ya había sido informada de lo bien que había leído su nieta. Y por cosas así me gusta ser de pueblo, de este pueblo, aunque en el pasado tuviera cierta relación amor-odio con este círculo cerrado.
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Al terminar, ya en el camino de regreso, la profesora, que había sustituido su habitual temperamento por una extraña calma, comentó:
–No os imagináis lo tranquila que me he quedado.
No entendimos nada.
–Sois totalmente presentables –dijo.
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Aún no he contado lo mejor. Soy muy de dejar lo mejor para el final, desde que era una niña que reservaba las patatas fritas para después de la carne; aunque esta vez no ha sido tan premeditado. En realidad, con la perspectiva de los años, lo que he contado bastaría para considerar ese Sant Jordi especial. Lo fue. Lo seguirá siendo. Pero lo fue incluso más. Porque viví, junto a mis compañeros, el Momento.
Fue en el centro de día, y ni siquiera me ocurrió a mí, sino a una compañera. Una de las estudiantes más aplicadas, y además coqueta, le gustaba verse bien y tenía (tiene) gusto. Ese día se había puesto las botas blancas puntiagudas de tacón fino que tan de moda estaban por aquel entonces. Una chica de las que dan buena impresión, y además un valor seguro con respecto a la lectura. Iba a leer bien, sin ninguna duda.
Y leyó bien, supongo, no me acuerdo. Solo que, antes de comenzar, tuvo que tragar saliva.
Presentó al autor del poema. Era de Miquel Martí i Pol.
Un señor sentado en la primera fila, que nos había escuchado en silencio, rompió a llorar.
–Yo lo conocía –dijo entre sollozos–, yo lo conocía.