El desencanto de salir al mundo
Sobre “El capitalista simbólico”, de Valentín Roma
Valentín Roma, El capitalista simbólico, Periférica, 2022
Tal vez su nombre no les suene a muchos, porque no es un escritor mediático, ni ha tenido un gran éxito, ni ha recibido la atención que la prensa dedica a algunos autores que cuentan con el respaldo de un gran grupo editorial. No, Valentín Roma (Ripollet, 1970) se abre paso de la mano de un sello modesto pero exquisito; y llegó relativamente tarde al sarao literario, aunque no perdió el tiempo: fue jugador de fútbol y, tras doctorarse en Historia del Arte y Filosofía, ha desempeñado diversos cargos de responsabilidad en museos y fundaciones, tanto en España como en el extranjero. Entró en el sector editorial en 2011, sin hacer ruido, con un texto entre la ficción y el ensayo, Rostros, al que siguieron tres títulos que componen un tríptico que bebe de su juventud y se lee como una crónica generacional: El enfermero de Lenin (2017), Retrato del futbolista adolescente (2019) y este, El capitalista simbólico (2022).
Un joven recién licenciado trata de abrirse camino con esa inquietud que arrastran los hijos de la clase trabajadora que esperan ser ellos quienes rompan el molde y lleguen alto, lo que quiera que esto signifique. Tiene, además, inclinaciones culturales, pero su primer empleo, en las Guías Michelin, dista mucho de satisfacer sus expectativas, aunque le proporciona unos ingresos que hoy parecen de otro mundo porque en otro mundo se quedaron («desclasarse es ese jefe que te explota y al mismo tiempo te dice que vas por el buen camino. Pero te explota», p. 86). Corren los años noventa, los del despilfarro que ya se sabe en qué desembocó, y el protagonista relata en primera persona esa época en la que el prestigio se mezcla con lo grotesco, el valor se confunde con el precio y el muchacho bien instruido se frustra ante la monotonía de un trabajo poco estimulante.
Como en toda novela de aprendizaje, esta es una historia de pérdida de inocencia, que también podría llamarse descubrimiento del desencanto. Porque la gran revelación que uno encuentra al hacerse adulto es una bajada de las expectativas, no tanto por un hecho traumático concreto y feroz como por esa retahíla de preocupaciones comunes, de malestares cotidianos que lastran cualquier vida casi sin darnos cuenta («no hay quien te advierta de que esas infidelidades que dieron lugar a obras maestras y a películas memorables son algo mediocre, odioso y abyecto cuando eres tú quien las protagonizas», p. 152). Hay una parte de búsqueda de desclasamiento, de cubrir esa necesidad de escapar del origen y prosperar, tal y como se entendía en la época; solo que, en lugar de épica, su peripecia está revestida de tedio, de mediocridad. Trabajo insustancial frente a la profundidad del estudio; relaciones tibias y pasajeras frente a los ideales de pasión y permanencia; la dignidad de la preparación del futbolista frente a la vacuidad de la escala de valores de los ricos y de la sociedad («Ya lo dijo mi maestro: el mundo es del color del sueldo con el que se mira», p. 145). En cierto modo, aun situándose en los noventa, anticipa las características de esa «modernidad líquida» que diagnosticó Zymunt Bauman.
No obstante, donde más brilla es en la exploración de la intimidad, esto es, en la relación con su pareja y los padres. En esto sobresale con respecto a otras autoficciones, más centradas en las aspiraciones individuales sin tener tan presente el entorno. Aquí, el protagonista no está alejado de la familia, y una parte constituyente de su maduración reside en el contacto con la vulnerabilidad de los padres, unos padres que se hacen mayores, que ya no ocultan sus problemas a los hijos («Papá tiene depresión y a nadie le importan los motivos, de hecho, ni siquiera nos los hemos preguntado», p. 91). Con respecto a la pareja, se plasman el desapego, la torpeza, lo ordinario, como si el protagonista mirara su realidad bajo una lupa gris. Se habla de temas como la depresión del padre o el aborto con una naturalidad poco frecuente –y menos en manos de un hombre–, sin dramatizar y con contención, sutileza y una naturalidad forjada mediante la narración de lo pequeño, gestos, movimientos, comentarios, esas acciones minúsculas que llenan la jornada y que dejan entrever esa herida.
Sí, El capitalista simbólico es autoficción, otra autoficción sobre jóvenes atrapados por lo mundano de la existencia; pero no importa, no supone un problema, nunca lo es mientras esté bien contada. Y la prosa de Valentín Roma es pulcra y precisa, palabras bien escogidas que no se recrean más de lo necesario, manteniendo una elegante contención no exenta de ironía que logra que el relato conmueva aún más porque respira honestidad, «verdad literaria». Destaca por su capacidad para retratar los sinsabores mundanos, por la sabiduría con que sabe detectar que el desgarro no surge de un corte, sino del desgaste constante («Finalmente dijo, con un tono entre deportivo y escolástico, que estaba impresionado por mi perseverancia contra la fatalidad», p. 140). Y sin perder esa pizca de humor que insta a continuar. La vida misma.
Hola. Interesante. No lo conocía. Muy buena reseña. Lo anoto. Gracias